-¡Largo de ahí farsantes, escandalosos, borrachos! Gritaba furioso el Apóstol.
No por eso cesaban lo de fuera de aporrear la puerta con tan gran ímpetu y denuedo que los golpes repercutían en todos los ámbitos de la mansión celeste con las sonoridades del trueno.
-¿Que sucede, Pedro? Pregunto Dios, sorprendido por el inusitado estrépito.
-Es una muchedumbre de perdidos que dan golpes y vociferan diciendo que quieren entrar. Sin duda han leído ellos que el reino de Dios sufre violencia y tratan de violentar la puerta. Hay personas que entienden así el Evangelio.
-Déjales pasar, ordenó el Omnipotente. Obedeció Pedro de mal talante e interpretando a su manera el divino mandato, entreabrió la puerta diciendo a los amotinados:
-El Señor permite que pase una comisión de vosotros.
¡Una comisión! San Pedro usaba ya la fraseología parlamentaria!
Un grupito penetró en tropel por el resquicio abierto y el celeste portero se apresuró a cerrar tan bruscamente que a punto estuvo de coger a Ovidio los dedos en el quicio. El de las Tristes, como tantos otros, se quedo tristemente fuera.
Cuando los comisionados llegaron a la presencia del Altísimo, todos los santos de la corte celestial, atraídos por la novedad del nunca visto suceso, rodeaban el trono del Eterno.
-¿Que queréis? Preguntó Dios a los intrusos.
Nadie contesto. ¡Cosa rara! Los mas grandes oradores de todos los tiempos, Demóstenes, Cicerón, Burke, Mirabeau, Castelar se hallaban presentes, pero sea cortedad, temor de fracaso o reciproca cortesía, ninguno de aquellos soberanos artífices de la palabra osó romper el silencio. Tras larga pausa adelantose un sujeto de exterior modesto, sencillamente ataviado y con cierto aire de cuáquero. Era Benjamin Franklin.
-Señor, dijo, yo expondré el asunto que aquí nos trae en términos breves y claros, que por algo se me ha llamado el hombre del sentido común. Nuestra demanda se reduce a pedir que se ensanche el cielo.
Un murmullo de asombro circuló entre los elegidos. ¡Ensanchar el cielo! ¿Cabía pretensión mas desatinada? Los santos mas austeros no pudieron reprimir una sonrisa. De entre todos los varios rumores destacó clara y cristalina la carcajada de un ángel.
-Explícate, dijo gravemente el Señor.
-Es hoy el cielo, Señor, la estancia de la virtud, pero solo de la católica y ortodoxa. Querríamos nosotros que ninguna virtud fuera excluida de las celestes recompensas. La virtud pagana de los estoicos ¿es menos meritoria que la cristiana de los santos? Un Epicteto y un Marco Aurelio ¿no figurarían dignamente al lado de San Vicente Ferrer o de San Francisco de Asís? Si aquí moran los buenos, ¿donde tiene su morada Sócrates? Si esta es la mansión de los justos ¿como pueden vivir fuera de ella un Arístides y un Catón? Los faquires indios ¿fueron menos penitentes y sintieron con menos intensidad la sed de lo infinito que los monjes de la Tebaida?. Los mártires del patriotismo, de la ciencia, de la libertad ¿son menos dignos de aplauso y galardón que los mártires de la fe? Nuestra aspiración es que la recompensa inmarcesible alcance a cuantos hombres han honrado a la especie humana sacrificándose por grandes y nobles fines. Ni siquiera excluiríamos a los herejes. Bruno y Savonarola pudieron errar, pero ¿en que amengua el extravío de su mente la grandeza moral de su inmolación?
La audacia de semejante afirmación promovió entre los bienaventurados nuevos rumores de extrañeza. ¿Que se proponía aquel osado innovador? El, impasible, sin cuidarse de las protestas que suscitaban sus palabras, continuo hablando de esta suerte:
-Ni aun esto basta a satisfacer nuestros anhelos de reforma. Nosotros aspiramos a que no solo la virtud, sino también el genio halle en los cielos acogida.
Indescriptible fue el tumulto con que el santo auditorio acogió proposición tan extraña. Todos hablaban a la vez. Hubo acaloradas polémicas. Sostenían los mas que debía imponerse silencio y aun castigo a aquel cínico revolucionario que quería llevar la perturbación a la región serena de la eterna paz. Anselmo, Ambrosio, Jerónimo, Crisóstomo, Agustín, los intelectuales del cielo, pedían que se le dejara explicarse y dar sus razones.
-El genio, Señor, siguió diciendo Franklin, apenas pudo hacerse oír de nuevo, es en el hombre el sello de tu Divinidad. Por el reconocemos entre nosotros a tus elegidos. La santidad misma ¿que es en suma sino uno de los aspectos del genio; el genio de la virtud y del bien? Se dice que este solo merece recompensa. ¿Somos, pues injustos los mortales al tejer al genio coronas y tributarle homenajes, prodigándole el mas alto premio que cabe en el poder humano; el de la gloria y la alabanza? Se afirma que el genio es don y dolo la santidad merito. ¡Que error! Se nace bueno o malo, con disposición innata, irresistible a veces, a la virtud o al crimen. La herencia, la educación, el ejemplo determinan casi siempre la condición moral del hombre. Pocos creen ya en el trampantojo de una voluntad arbitraria que saque el bien o el mal de la nada de su albedrío. Existen diferentes capacidades morales como diferentes talentos. Hombres hay que carecen de todo sentido moral, ciegos del bien y sordos de la virtud.
La eficacia de la bondad es limitada, e ilimitada la del genio. Cellini fue un asesino, pero ¡cuantos delinquios místicos han inspirado las obras de su cincel mágico! Rafael no fue un modelo de continencia, pero nadie ha fijado mejor en el lienzo la pureza ideal de las vírgenes. Bacon era un adulador intrigante, pero abrió al pensamiento humano horizontes nuevos. Byron, escéptico y libertino, supo iluminar con siniestros resplandores los hondos abismos del alma. Redime al genio la magnitud de su obra. El investigador que descubre una verdad hace a los humanos un bien mas positivo que todos los padres del yermo.
Vosotros los elegidos uniréis vuestra suplica a la mía demandando del señor esta gracia tan luego como hayáis considerado cuan grata ha de seros la sociedad de los espíritus superiores, ahora desterrados de aquí pensad que vais a admitir en vuestra intimidad a todo lo que la especie humana ha producido de mas excelso. Serán vuestros compañeros los instructores religiosos, esos hombres dotados de tan maravillosos prestigios que han sometido a su influencia naciones y razas, imponiéndose a las generaciones y dominado las edades. Confucio, el moralista del buen sentido; Zoroastro, el revelador del principio del bien y del mal; Budha, ardiente apóstol de una doctrina admirable de renuncia y sacrificio; Mahoma, el sublime impostor, al que debe la historia la civilización islamita. Lo serán los pastores del rebaño humano, los que dictaron la ley y rigieron los destinos de los imperios, desde Licurgo y Solón, pasando por Justiniano, Carlo Magno y Alfonso el Sabio, hasta los Gladstone, Cavour y Bismarck. Lo serán los poetas, esos grandes sacerdotes del ideal, imitadores en lo humano del milagro de la creación; el tierno Kalidasa; Homero, el viejo narrador de hazañas; Sófocles, que acertó a concebir a Antígona; Horacio, el vate sereno del sano sentido común, Dante y Milton, esploradores audaces del infierno y del paraíso; Shakespeare, el mas asombroso de los interpretes que nunca tuvo la pasión; Goethe, impasible y solemne como la naturaleza su maestra; Víctor Hugo, el cantor entusiasta de la libertad y del derecho. Lo serán los artistas, esos incomparables hechiceros de la forma; Fidias y Praxíteles, haciendo palpitar el mármol, los misteriosos artífices de las góticas catedrales, hijas milagrosas del consorcio del arte con la fe, los que en la Alhambra realizaron una labor que parece tejida por mano de las hadas, aquellos hombres-dioses del Renacimiento, gigantes del espíritu que realizaron lo imposible. Lo serán los filósofos, mentes intrépidas, obstinadas en levantar el velo de la Isis y penetrar el misterio eterno de la realidad y de la vida; Kapila, padre de la metafísica; Platón, a quien la posteridad ha llamado el Divino; Aristóteles, el mas poderoso cerebro que nunca ha existido, -y presente se halla Santo Tomás, su discípulo, que no me desmentirá:- Hegel, que arranca al Universo de sus cimientos inmutables para hacerle girar con el ritmo de la evolución; Kant, el analista mas profundo del problema de la verdad, la razón misma en carne y hueso. Y con ellos vendrán también esas almas generosas, empeñadas en la indispensable y penosa tarea de destruir errores y prejuicios, los ardientes demoledores, los terribles iconoclastas; Voltaire, el inmortal satírico...
No pudo concluir. Todos los bienaventurados, sin excepción, se alzaron para protestar con un solo acento, con un solo grito:
-¡No, no, ese no!
Pero Dios impuso silencio. Inclinada la frente augusta, el Señor de cielos y tierra medito algún tiempo. Luego preguntó a los postulantes:
¿Y sois vosotros, los aquí presentes, quienes pretendéis entrar en el cielo?
-Señor, contestó Franklin, muchos, la inmensa mayoría de los que nos acompañaban, ha quedado en la puerta.
-Que entren todos, todos, ordenó entonces el Altísimo.
Y he aquí de que manera entró en el cielo al gran Voltaire.
A punta de pluma / Alfredo Calderón
Barcelona : Antonio López, Editor, Librería Española, 1900?
186 p., [I] f. ; 15 cm